miércoles, 13 de enero de 2016

Un motivo más para irme y no regresar.



    Sentado en el muelle, mirando al mar con cierta tristeza, pensando una y otra vez en lo que me había pasado. El Sol me daba en toda la cara. Ya había terminado el colegio. Tenía diecisiete años. Sentado ahí en el muelle con mi cordel para pescar en el mar, con los deseos que pescar algo para poder comer. Ese día no había almorzado nada y todo lo que pescara sería para comer. Era verano, el Sol estaba en toda su plenitud. El mar estaba bravo y mejor así, cuando el mar esta bravo, se podía pescar más. Tiré el cordel y miré a la orilla de la playa, vi que estaban sacando un bote a tierra entre muchos hombres, observé mejor y me di cuenta que ese bote pertenecía a uno de mis tíos que siempre había sido muy bueno conmigo, un tío hermano de mi padre. De inmediato guarde mi cordel y metí todo en la bolsa. Salí corriendo a la orilla. Llegué donde estaban todos los hombres y ahí estaba mi tío.
—Hola tío. —­Lo saludé contento de verlo.
—Hola hijo. —Así me decía mi tío—. ¿Qué haces por aquí?
—Estaba pinteando en el muelle y vi que estaban sacando tu bote. —le dije—. ¿Qué le vas a hacer a tu bote tío?
—Ah, hijo, me voy al Norte, a trabajar por esos rumbos. —me dijo.
—Qué bueno tío. —le dije. Y me quedé pensando un rato.
—Ya vengo hijo. —Se disculpó mi tío, y se fue a continuar con el trabajo de sacar el bote del Mar. Todos los hombres estaban con los pantalones subidos hasta las rodillas y algunos estaban en shorts.
Me senté en un bote que estaba volteado en la orilla, a mirar como luchaban los hombres para sacar el bote del mar. La orilla tenía muchas piedras. Piedras redondas. Y eso ayudaba a que el bote de deslice y salga con facilidad del agua. Pero a veces se atascaba y tenían que poner unos troncos pequeños para que el bote ruede sobre ellos. Cuando me di cuenta de eso, salté del bote donde estaba sentado y corrí donde estaban todos y me puse a ayudar poniendo los pequeños troncos debajo del bote. Así estuve un rato ayudando hasta que por fin pudieron sacar el bote hasta la playa. Era un bote grande, pesado y fuerte. Pintado de color verde oscuro con una franja delgada de color naranja ocaso.
Mi tío mando a comprar Coca-Colas y pan, para invitarles a las personas que habían ayudado a sacar su bote. Aun faltaba lo más difícil. Al poco rato llegó un enorme camión y se puso muy cerca al bote. Se tenía que subir el bote a aquel camión. Cuando empezaron a subirlo si se pudo ver el esfuerzo que todos hacían. Era difícil subir un bote tan grande y pesado al camión. Por fin pudieron subirlo, la popa del bote estaba para dentro y la proa sobresalía del camión.
Todos los hombres se sentaron en el suelo. Algunos reían y hacían bromas de lo grande que era el bote y lo difícil que había sido subirlo al camión.
Mi tío se me acercó sonriendo y me dio un billete de diez soles.
—Toma hijo, agarra. —me dijo—. Para que le invites algo a tu hembrita.
—Gracias tío. —le dije sorprendido—. Tú siempre eres bien bueno.
Mi tío se alejó. Y se puso a conversar con los señores que estaban tomando gaseosa y pan caliente.
—Ven hijo. —me  llamó—. Toma gaseosa, y agarra pan.
—Gracias. —le dije. Y me senté en el suelo a tomar gaseosa junto a los señores que habían ayudado a mi tío a sacar su bote del Mar. Los escuchaba bromear, los escuchaba reír, eran hombres recios de piel quemada, de manos que parecían piedras
Miraba a mi tío que caminaba de un lado a otro. Me preguntaba si mi tío al llevar su bote al norte pasaría por Lima. Quería irme a Lima, y salir de este sitio de donde solo tenía recuerdos tristes. Ya no deseaba continuar aquí en este pueblo donde había nacido. En dónde había vivido todos estos años y pasado tantas aventuras de niño y joven.
Tenía que preguntarle a mi tío, si en su camino hacia el norte pasaría por Lima. Y si fuese así, le pediría que me llevara hasta ahí, y le pagaría con los diez soles que me dio. Tenía un poco de temor pedirle eso. No sabía cómo decírselo. Lo seguí varias veces para decirle, pero cuando estaba frente a él me arrepentía y me quedaba callado.
Él se dio cuenta que quería decirle algo, y me llamó a un costado.
—¿Qué pasa hijo? —me preguntó con cariño—. Estás cómo qué me quieres decir algo. Dime nomás hijo ¿Qué pasa?
—Tío, quiero pedirme un favor. —le dije en voz baja, sacando valor para pedírselo.
—Claro, dime hijo. —Me miró con atención.
—¿Cuando te vas al Norte? —le pregunté.
—Hoy en la noche. —me respondió—. ¿Por qué hijo, que pasa?
—¿Vas a pasar por Lima? —le pregunté con temor. Y no pude evitar que se me empezaran a salir las lágrimas con serenidad.
Mi tío me pasó su mano por mi cabeza y me sacudió el cabello con cariño.
—No llores hijo, llora cuando me muera. Si voy a pasar por Lima. —me dijo—. ¿Por qué hijo?
—¿Me puedes llevar hasta Lima? Te pago con los diez soles que me diste. —Le dije aun con lagrimas en los ojos. Mi tío me quedó mirando con atención con su cara de bueno.
—¿Para qué quieres irte a Lima hijo? —me preguntó—. Lima es Jodida. Es peligrosa.
Me quedé en silencio un momento, mi tío me puso su mano en mi hombro.
—Mi papá, me ha botado de la casa, y ya no quiero estar aquí. Quiero irme de aquí para olvidar todas estas cosas. —le dije bajando la cabeza.
—Carajo, hijo, no sabía que estaba pasando eso.
—En Lima conozco un primo. Quiero ir para trabajar allá. Llévame por favor —le pedí mirándolo a sus ojos buenos—. Me miró a los ojos. Miró a los costados. Y se quedó pensando un rato. Después me sonrió enseñando sus dientes bien derechitos.
—Ya hijo. Ya no estés triste. —me dijo—. Yo te voy a llevar.
—Gracias tío. —le dije. Me alegré y lo abrace.
—Tome tío. Los diez soles por el pasaje. —le dije agradecido.
—No hijo, a mí no me tienes que pagar. —me dijo con una sonrisa—. Ese billete yo te lo di para ti. Guárdatelo.
—Gracias tío. —dije. Y guarde el billete en mi bolsillo.
—Mira hijo. —dijo despacito—. Yo te voy a llevar pero, no le digas a nadie que yo te llevé. Especialmente a tu padre. ¿Ya?
—Ya tío. —le dije—. Yo no digo nada.
—Ya pues. Trae tus cosas a escondidas. Y vienes a las ocho de la noche aquí, aquí estaremos.
—Ya tío. —dije—. Nadie se va a dar cuenta. A las ocho estoy aquí.
—Ya hijo. Anda pues. Y me palmeó los hombros.

Eran como las seis de la tarde y fui corriendo a la casa de mi abuela, emocionado, después me di cuenta que no debía correr porque se iban a dar cuenta que algo me estaba pasando. Cuando mi padre me botó de su casa, agarre mis pocas cosas y me fui a casa de mi abuela, ella me dio un lugar donde dormir. 
Entré a la casa de mi abuela y no había nadie. Busqué algo donde guardar mi ropa, encontré un costal vació de los que usaban para guardar harina. Llené ese costal con mi poca ropa y lo escondí debajo de la cama. Mi perrita china me estaba viendo con su carita de felicidad.
—Me voy chinita. No te voy a poder llevar. —Le dije mirándola.
Ella sólo movía la cola. Ella era de raza sin pelo del Perú. De toda la camada que había tenido su madre, sólo ella había sido hembra, y por eso nadie quizo acorgerla o recibirla, y así que me quedé con ella.
Me senté en la cama. Mi chinita se subió y la abrace y empecé a llorar como un niño por tener que dejar a mi perrita sola aquí, en este pueblo de pescadores.
—Te quiero mucho chinita. No te voy a olvidar. —Le dije.
Ella feliz me dada su patita. No sabía que no nos veríamos en años.
Me acosté en la cama y mi perrita se echó a mi lado. Estaba pensando como seria el viaje a Lima. Y así pensando me quedé dormido. Cuando desperté mi chinita aun estaba a mi lado, dormida conmigo. Me puse de pie y miré un viejo reloj, y eran las 7:57 de la noche. Salté de la cama asustado, me puse las zapatillas. Saqué el costal de debajo de la cama. Mi abuela aún no llegaba, siempre llegaba tarde, se iba casa de sus amigas, y regresaba solo para dormir. Apague la vela. Y saque la cabeza a ver que no haya nadie en la calle para salir. No había casi nadie. Agarre el costal y cerré la puerta. Empecé a correr al muelle como un loco, cargando mi costal con mis cosas.
Cuando me di cuenta mi perrita china estaba corriendo a mi costado, se había salido conmigo y no me di cuenta. No podía volver para meterla a la casa, perdería mucho tiempo, más del que ya había perdido. Por más que le decía a ella que se regresara, y que le aventara piedras, ella seguía detrás de mí siguiéndome. Se sentaba mirándome con su carita de felicidad y cuando yo corría ella se ponía a correr, brincando de felicidad. Me fui corriendo a la playa. Llegué al lugar, pero no había nadie, ni camión, ni bote. No había nadie.
—Ya se fueron. —Me dije derrotado—. Ya se fueron sin mí.
Un señor que estaba parado en una esquina de la calle me dijo:
¿Buscas a Don Manuel?
—Sí, es mi tío ¿Lo conoce? —le pregunté. ¿Ya se fueron no?
—Ahora el camión con el bote está en el grifo. —dijo. Si corres los alcanzas.
Miré hacia el grifo que quedaba como a cinco cuadras y se podía ver el camión con el bote encima. Me puse el costal al hombro y empecé a correr nuevamente como un loco. Sólo corría y corría mirando al camión estacionado en el grifo.
—Gracias señor. —Le grité mientras corría.
Corrí hasta el grifo sin parar. A mi costado estaba mi perrita corriendo y saltando ella feliz de la vida, como si esto se tratara de un juego para ella. No me preocupe en ese momento por ella, estaba más preocupado en llegar al grifo.
Llegué al grifo. Mire el camión y vi a varios hombres que estaban arriba del bote. Mi tío estaba pagándole a un señor. Me acerque a él.
—Hola tío. —Lo saludé agitado, —. Llegué tarde, discúlpame.
—¿Qué pasó? —dijo. Pensé que no vendrías.
—Creo que me quedé dormido tío, discúlpame.
—Bueno hijo, no importa, súbete al camión. Acomódate allá arriba.
—Ya tío. Gracias.
Un señor de edad me ayudo a subir. Me dio la mano para subir hasta arriba.
—Gracias, señor. —Le agradecí.
—De nada. —me dijo-. ¿Y a tu perrito lo vas a llevar?
—Miré al suelo y mi chinita estaba sentadita moviendo su colita, viéndome desde abajo con su carita de felicidad. Como queriendome decir "A que hora me subes a mí"
—No, no puedo llevarla. —dije. En Lima los carros la matarían. Aquí morirá de viejita. Y eso es mejor que morir atropellada. El señor me miró por un momento y luego no dijo nada.
Mi tío cerró la puerta de la cabina del camión.
—Ya. Vamos. —gritó.
El camión arrancó el motor. Todo se movió. Empezamos a avanzar. Poco a poco el camión empezó a tomar velocidad.
—Muchacho mira. —Me dijo el señor que me había ayudado a subir. Y me señaló a la pista.
Era mi chinita que venía corriendo detras del camión, con su carita de felicidad como si fuera un juego para ella. Corría y saltaba. Mis ojos se llenaron de lágrimas de ver a mi chinita siguiéndome. Me quedé solo viéndola como corría. Cada vez el camión iba más rápido y ella se quedaba más atrás. Ya corría con su lengua afuera. Cada vez más lejos, cada vez corría más lento.
—Chau chinita, perdóname por no llevarte. —Dije—. Gracias por despedirme con tu carita de felicidad. Es mejor que te quedes aquí en San Andrés.
A lo lejos vi que se detuvo cansada con su lengua afuera. Y le hice chau con mi mano. —Chau chinita, te quiero mucho. Abracé fuerte mi costal con mis cosas y me puse a llorar en silencio. El señor que me ayudó me dió unas palmadas suaves en mi hombro.

Después de dos años regresé a San Andrés y con cierto dolor pregunté por ella. Mi hermana mayor bajó la mirada y se quedó callada. Noté que no sabía qué decir.
—Dónde está la china? —Volví a preguntar con cierto temor.
Me dijo que ya había muerto. Me quedé en silencio un momento, sin decir nada, se me hizo un nudo en la garganta.
—¿Hace que tiempo murió? —Le pregunté con la voz quebrada.
­—Hace cómo cinco días atrás. —me dijo mi hermana—. Un día la encontramos en una silla, parecía como si estuviera durmiendo, pero cuando la movimos, estaba muerta.
Se me empezaron a caer las lágrimas, miré a la pared para que no me vea llorar.
—Cuando tú te fuiste ella ya no salía casi nunca, casi siempre estaba durmiendo, ya no salía como antes. —Dijo mi hermana. Traté de calmarme, para poder preguntar más.
—¿Dónde la enterraron? —pregunté, haciendo un esfuerzo para no llorar más.
Mi hermana no respondió nada, se quedó callada, bajando la mirada. No decía nada, no hacía ni un ruido.
—¿Dónde? —Volví a preguntar. Mirando la pared.
—Este, no la pudimos enterrar. Pasó el camión de la basura y se la llevó.
Volteé bruscamente y miré a mi hermana sorprendido y asombrado. Ya no me importaba que me viera con lágrimas en el rostro. Me quedé sin palabras, sentía tristeza, ira  y cólera a la vez.
—¿Cómo pudiste dejar que se la lleve la basura? —le pregunté tratando de no gritar, tratando de mantener la calma.
Mi hermana no me contestó nada, sólo se quedó en silencio, con la mirada abajo.
Salí corriendo de la casa, corrí hasta las afueras del pueblo, dónde solía botar la basura el camión recolector. Habían cerros y cerros inmensos de basura. Subí y bajé aquellos cerros de basura, buscando el cuerpo de mi perrita. Miré a todas partes desesperado, levanté plásticos, bolsas, cartones, caminaba todo ese inmenso lugar llego de desperdicios, mis lagrimas caían sin darme cuenta, me las secaba con cólera, con irá. Cansado de subir, buscar y levantar cosas, tropecé y caí al suelo, me puse de rodillas en el suelo, cerré los ojos y dejé salir el llanto de cólera y desesperación. 
—No te voy a encontrar china, no voy a poderte encontrar. —dije llorando con las manos en el suelo, apretando la arena con colera—. Perdóname china, perdóname por dejarte sola.
Miré ese inmenso lugar alejado del pueblo, y pensé que ella no merecía estar en ese lejano, horrible y sucio lugar. Me quedé con ese sentimiento de culpa en el alma. Empezó a atardecer y regresé a mi casa, me lavé las manos y la cara en silencio, agarré mi mochila y me regresé a Lima sin decir nada y sin despedirme de nadie.

***