jueves, 12 de julio de 2018

Caminantes en la arena.


Ella me miraba molesta, con mala cara, como queriéndome agarrar a patadas.
Yo no entendía por qué me odiaba tanto, sí apenas nos conocíamos.
—Con él irás a traer agua de mar. —Le ordenaron a ella. Ella me miró de reojo, desconfiada, seria, molesta.
—Pero siempre voy yo sola a traer agua. ¿Por qué tengo que ir con él? —Alegó ella, mirándome como cualquier cosa.
—Porque yo te lo ordeno carajo, y no me preguntes más. —Le respondió la supervisora.
Ella bajó la mirada, se quedó en silencio y asentó con la cabeza. No dijo nada más.
Yo me preguntaba si había sido mala idea que me envíen con esta chica que claramente era una chica de cuidado. Ojalá no me agarre a golpes, me ahorque o ajusticie en el camino, pensé.

En mis vacaciones de verano, había conseguido un trabajo en una fábrica de conservar de pescado en Paracas. La fábrica estaba algo cerca al Mar.
Un buen amigo me ayudó a conseguir ese trabajo, quería trabajar y con ello poder tener para los gastos que un joven de catorce años ya tenía, como comprarme jeans, polos y zapatillas, y de vez en cuando invitarle algo a una chica. Me había costado convencer a mi padre que me de permiso de trabajar. Me hizo prometer que él no me estaba presionando ni forzando a trabajar, ya que era aún menor de edad. Hizo que repitiera delante de él: "No me estás forzando a ir a trabajar, estoy yendo porque yo deseo y quiero hacerlo por mi propia voluntad"
Y así empecé a trabajar, con la satisfacción que daba saber que podrías conseguir cosas con tu propio trabajo.
Nos ordenaron a ella y a mí, caminar hasta una playa algo lejana y traer agua de mar. Ella era una chica dos o tres años mayor que yo. Ese día era la primera vez que la veía. Me gustó que fuera tan seria, reservada y callada, pero no que me mirara con cara de asesina.
Nos dieron dos baldes medianos trasparentes que debíamos traer llenos con agua de mar. Mi compañera de trabajo era una chica que por momentos se le podía ver una mirada bonita y tranquila, muy seria y segura de sí misma. Las cosas que hacía, las hacía con seguridad, determinación y firmeza.

Salimos de la fábrica y empezamos a caminar hasta la lejana playa que estaba como a 1000 metros de distancia de la fábrica, al menos eso parecía.

Era verano, empezamos a caminar hasta la orilla del mar, por momentos hundiéndonos en la arena, esquivando piedras, subiendo y bajando pequeñas dunas y arena que se nos metían en las zapatillas, el Sol brillante encima de nosotros, el aroma a mar que me encantaba, y cierto viento que a veces nos daba en el rostro. A lo lejos veíamos el reflejo del mar, y encima de él las gaviotas volando en la playa, haciendo del paisaje una vista inolvidable. Al inicio no hablamos nada, todo era silencio, solo se escuchaba el silbido del viento cerca a nuestras cabezas.
Yo seguía caminando, mirando de tanto en tanto la playa a la distancia, para ver cuánto habíamos avanzado. Al rato ella me empezó a hablar, pero no la podía escuchar bien por el sonido del viento y la distancia prudente que yo mantenía de ella, no vaya a ser que se le vuelva a pasar por la cabeza agarrarme a patadas. Me acerqué prudentemente a ella, y empecé a escucharla, ya estaba más calmada, ya no gritaba ni me miraba con su cara de asesina, como en la fábrica.
Ella mientras caminaba me decía que se había quedado con hambre, porque ese día solo había traído para el refrigerio un racimo de uvas y una botella de con refresco de maracuyá, y que esperaba la salida para ir a casa y cenar la comida de su madre.
Ya no estaba molesta, se le sentía más tranquila y amigable, como si salir a caminar en la arena la relajara y la hacía olvidar los malos momentos del trabajo. Yo la veía como me conversaba con naturalidad y soltura, casi rozando con el encanto, como si ya me conociera de mucho tiempo, mirando siempre al frente, pero era la primera vez que nos veíamos y caminábamos en la arena juntos.
—Discúlpame, en la fabrica te traté con rudeza y muy mal. Lo siento. —dijo ella bajando la mirada, sin dejar de caminar—. Imaginé que serías uno de eso tantos chicos que jode y jode, y que no paran de hablar en todo el camino, pero veo que no eres así.
—No hay problema. Yo no hablo mucho, sólo lo necesario y justo. —Le dije calmadamente, sin dejar de mirar al frente.

El camino hasta la playa parecía cerca, pero conforme íbamos caminando parecía que la playa de alejaba cada vez más y más. Era verano y el Sol de la tarde nos quemaba bonito el rostro y los brazos, sin llegar al punto de hacernos daño, al contrario, era un Sol tenue y amigable, cariñoso y delicado. 
Caminábamos pisando caracoles secos, arena con conchuela blanca y surcos de arena. Saqué de mi bolsillo una pañoleta azul y me la amarré en frente. Las gaviotas pasaban relajadas por encima de nosotros, como si no les importara nuestra presencia, cómo si supieran que eramos inocentes humanos. Caminábamos sin ninguna prisa, muy tranquilos, con calma sin dejar de ver el mar a lo lejos. Cuando mirábamos hacia atrás, veíamos la fábrica que se hacía cada vez más pequeña, como si nos estuviésemos perdiendo en la lejanía. Caminábamos y caminábamos, y luego de caminar cerca de una hora llegamos a la playa. El mar en toda su inmensidad era de un azul claro, y la playa era muy calmada y pacífica, la arena y toda la playa era muy limpia y tranquila, como si nadie nunca hubiera venido a ella. Nos dejamos caer y nos sentamos en la arena por un momento, a descansar del largo camino. Miramos el mar en silencio, sin decir nada por un buen rato, solo mirábamos el mar sin decirnos nada, sólo escuchábamos las olas, las gaviotas, el viento, y todos esos sonidos de la playa mezclados hacían una combinación mágica y tranquila, inolvidable e increible.
Ahora entendía por qué a ella le gustaba venir sola a esta playa, porque era una playa mágica, calmada y bonita, que hacía que te quedaras con la boca abierta, que deseabas venir a ella solo, o en buena compañia. No había muestras de que el hombre en multitud había estado en ese lugar.
—Me gusta venir sola, quedarme en silencio, mirar todo el mar y sentir el viento en la cara. —Dijo ella, con tranquilidad, como si quisiera cuidar este pequeño lugar de playa de los demás. Y en ese preciso momento la comprendí totalmente. Me sentía como afortunado de poder haber conocido aquella playa lejana.
Ella me miró por un momento, con una mirada calmada y tranquila, sin decirme nada, pero me bastaba con ver su rostro para saber lo que quería decir, que se sentía muy bien venir a esta playa y mirar el mar en silencio, sentir el Sol en tu rostro y el viento en tus cabellos.
Así nos quedamos por largo rato, en silencio y en calma, contemplando el mar, y dejando que el Sol y el viento acaricien nuestra piel.

Mi compañera, al rato se puso de pie, se sacudió la arena, y nos empezamos a sacar las zapatillas para poder entrar al mar. Me subí el pantalón hasta las rodillas. Ella se sacó el pantalón, debajo llevaba puesto un short. Sólo la miré sin decir nada, me agradaba mucho que ella sea así, reservada, seria, segura, y resuelta, aquello le daba un encanto personal.
Entramos al mar, sintiendo el agua helada y la arena en los pies, con los baldes en las manos. El agua de la playa era limpia y clara, calmada y tranquila.
—Trata de llenarlo sin que entre yerba. —Me dijo ella.
Llené el balde con agua y empecé a caminar a la orilla cargándolo. Al llegar a la orilla lo cerré con la tapa. Nos sentamos en la arena y nos pusimos a mirar el mar de nuevo, embobados sin decirnos nada. Son esos momentos en que las palabras sobran, y sólo te queda sentir.
—¿Ya has venido acá, a traer agua de mar? —Le pregunté.
—Sí, ya he venido, he venido sola. Me gustaba venir sola. Pero ahora me gusta haber venido contigo. —Dijo ella con serenidad, sin dejar de mirar al mar. El Sol nos daba en el rostro, yo acariciaba la arena con mis manos y con mis pies. Me quedaría todo el día aquí, pensé. Mirando el mar, las olas, las gaviotas, sintiendo esa brisa salada en el rostro.

Nos pusimos de nuevo las zapatillas y nos quedamos viendo el mar, como despidiéndonos de él. El viento suave nos daba en el rostro y nos ponía el cabello hacia atrás. Nos pusimos de pie, le dimos la espalda al mar y empezamos el camino de regreso a la fábrica, cargando los baldes con agua de mar sobre las pequeñas dunas. Empezó a hacer viento que hacía un ruido extraño, como un silbido misterioso. —Sólo cerca al mar el viento sopla de esa manera, pensé.
Mientras caminaba sobre la arena comprendí por qué ella deseaba venir sola aquella playa lejana. Hay ocasiones en que uno desea estar solo consigo mismo, donde más a gusto se sienta, estar en paz y tranquilidad. Creo todos alguna vez hemos buscado eso, estar solos y en paz.
Deseo que pronto me envíen de nuevo a traer agua de mar. Es un trabajo que no parece trabajo, parece un paseo, un bonito regalo, una bonita experiencia que me gustó haber vivido, pensé.